martes, 21 de junio de 2016


JOHN GALSWORTHY. EL ENCANTO

Buscando leones en las nubes llega a la penúltima emisión de su temporada regular (en julio seguirán los programas, aunque solo en las páginas de nuestro blog), con una nueva entrega de su breve serie literaria que hoy se centra, como ocurriera hace siete días, en la obra maestra de John Galsworthy, la decena larga de novelas englobadas bajo el título común de La saga de los Forsyte.

Habiendo presentado hace unas semanas el monumental ciclo novelístico en mi otro espacio en Radio Universidad, y pudiendo leer en su blog, todosloslibrosunlibro.blogspot.com, mis exhaustivos comentarios sobre él, me limitaré ahora a anticipar que de los muchos ejes de interés en la descomunal obra literaria, es el del amor el que protagoniza los textos que integran la presente emisión. “El sentido común enfrentado a la pasión”, podría ser el reduccionista resumen -en verdad muy reduccionista cuando hablamos de sintetizar los varios miles de páginas que integran la serie entera- de la obra de Galsworthy. Y así, el amor irrefrenable, la arrebatada pasión, el entusiasmo sentimental, que se imponen a la razón y a la conveniencia y a las timoratas presiones sociales al modo en que un río de aguas caudalosas arrambla con cuanto encuentra a su paso y rompe diques y anega campos e inunda pueblos y destruye hogares y ahoga seres humanos, están presentes en todos los textos que aparecerán en el programa, envueltos en la delicada dulzura de una docena de magníficas y tristísimas canciones.

Unas canciones interpretadas por Bia Mestriner, Stuart Staples con Dave Boulter, Amy Grant, Chris Isaak, Natalie Merchant, Seckou Keita, Mariza, Rayni Milo, Till Brönner, Mina, Vince Gill con Chris Botti, Willie Nelson con Sheryl Crow y Judy Collins con Jackson Browne.



Irene se sentó al piano bajo la lámpara eléctrica festoneada en gris perla y Jolyon, acomodado en un sillón desde donde podía verla, cruzó las piernas y aspiró lentamente el humo del puro. Ella permaneció unos momentos con las manos sobre el teclado, mientras decidía qué iba a interpretar. Luego empezó a tocar y Jolyon sintió un placer triste, sin igual en este mundo. Poco a poco cayó en un trance, solo interrumpido por el movimiento de su mano al retirar el puro de la boca, a intervalos largos, y llevárselo de nuevo a los labios. Irene estaba allí y el vino del valle del Rin y el aroma del tabaco; pero también había un mundo de luz solar que se volvía luz de luna, de estanques con cigüeñas, cubiertos de árboles azulados, rebosantes de rosas de un rojo oscuro, y campos de espliego donde pastaban las vacas blancas como la leche, y una mujer misteriosa, de ojos negros y cuello blanco, sonreía, tendiendo los brazos; cruzando un cielo que parecía música, una estrella caía y se quedaba prendida en el cuerno de una vaca. Jolyon abrió los ojos. Hermosa pieza. Tocaba bien, con la delicadeza de un ángel. Y los volvió a cerrar. Se sentía milagrosamente triste y feliz, como cuando se está bajo un tilo en flor. No necesitaba vivir de nuevo la vida, le bastaba con permanecer allí, disfrutar de la sonrisa en los ojos de una mujer y aspirar el bouquet del vino. Sacudió la mano: el perro Balthasar se había levantado para lamérsela.

-¡Qué delicia! -dijo-. Continúa, ¡más Chopin!

Irene empezó a tocar de nuevo. Esta vez la semejanza entre ella y Chopin lo impresionó. La forma en que se mecía al andar también estaba presente en su manera de tocar, y en el Nocturno que había elegido, y en la aterciopelada oscuridad de sus ojos, y en la luz de su cabello, que parecía emanar de una luna de oro. Resultaba seductora, sí, pero no había nada que recordase a Dalila ni en ella ni en su música. Del puro de Jolyon ascendía una larga espiral azul que se desvanecía en el aire. “¡Así nos desvaneceremos nosotros! -pensó-. ¡Se acaba la belleza! ¿Se acaba todo?”


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