martes, 26 de junio de 2012


LA TRISTEZA DEL VERANO

No ha transcurrido siquiera una semana de la entrada del verano. Llega el calor, llega la holganza, el mundo se detiene, adiós a los afanes cotidianos, adiós a las obligaciones, el tiempo corre lentamente, se demora en mañanas luminosas, en la pereza de las tardes, en noches exultantes. La vida es más intensa, los cuerpos se atraen, el sol quema las pieles, los rastros del salitre alegran los hombros desnudos, una extraña sensualidad lo impregna todo. Añoramos al niño que fuimos, recordamos nuestra juventud, la memoria nos trae, nostálgica, los restos apagados del primer amor, de la primera decepción, del primer ardor, de la primera herida. Todo eso es el verano, brillo y deseo, belleza y daño, transparencia y plenitud, exaltación y sosiego, ternura y pasión.

Buscando leones en las nubes cierra su temporada regular (los cinco lunes de julio habrá, aunque sólo en el blog -¡¡la Academia ha aceptado la palabra!!... ¡¡¡ya se puede escribir sin cursiva!!!-, otros tantos programas “extraordinarios”, fuera de las emisiones radiofónicas “oficiales”) con una edición que quiere celebrar la intensa, exultante, y también -a veces- algo triste estación. Un verano presente en los versos de algunos de nuestros mejores poetas, Eloy Sánchez Rosillo, Felipe Benítez Reyes, Andrés Trapiello, José María Álvarez, Vicente Gallego, Ángel González, Antonio Gamoneda, Miquel Martí i Pol, José Infante, María Victoria Atencia y Luis Antonio de Villena. Un verano que aparece también en las bellísimas canciones que he escogido para llenar esta noche de aromas agridulces; preciosas canciones, interpretadas por Madeleine Peyroux, The Motels, Billie Holiday, Van Morrison, Chris Rea, Alyssa Graham, Marcio Faraco, Ray Lamontagne, Fiorella Mannoia, Marissa Nadler y la espléndida Lana del Rey que resplandece, una vez más, en nuestra sección de vídeos con una larga grabación (treinta y cinco minutos entre los que, sin embargo, no está Summertime sadness, la gema que da nombre a la emisión de esta semana) en Concert Privé, el estupendo programa del Canal plus francés. El verano evocado igualmente en el magnífico cuadro -que rezuma emoción y está lleno de palabras no dichas, de temblor, de muy expresivos silencios, de melancolía- de otro de nuestros favoritos, Edward Hopper. Summer evening es su título y su mención me permite recomendaros la extraordinaria exposición que tiene al genial pintor americano como centro y que podéis visitar en el Museo Thyssen hasta el próximo 16 de septiembre. El verano, por fin, como referencia de un cuento del estupendo escritor vigués, Domingo Villar, autor de un par de excelentes novelas policíacas, Ojos de agua y La playa de los ahogados, de las que os hablaré en fechas próximas en mi otro blog, Todos los libros un libro. El personaje principal de ambos libros, el detective Leo Caldas, protagoniza también El último verano de Paula Ris, un relato publicado en el diario El País el 22 de agosto de 2010 y que os dejo ahora como cierre de esta entrada.


El último verano de Paula Ris.

Paula era la hermana pequeña de Pepe Ris. Tenía 13 años el día que salió de casa dando un portazo. No era la primera vez que discutía con su madre aquel verano. “La niña está en una edad difícil”, decían unas vecinas tratando de consolarla. “Verás cómo ha de volver más tranquila”, aseguraban otras. Pero se confundían. Paula Ris no volvió aquella noche.
Como tantas veces, Pepe Ris y Leo Caldas habían pasado juntos la tarde. Por la mañana, un camión había llevado a la pequeña bodega del padre de Leo una prensa neumática alemana comprada de segunda mano a una bodega de Cambados que la había sustituido por otra más moderna. Los chicos habían ayudado al padre de Leo a anclarla al suelo, bajo un tejadillo, en la parte exterior de la bodega que miraba al río Miño.
Cuando terminaron, Pepe Ris no se quiso quedar a cenar. Aceptó una propina y se marchó caminando a su casa. A los 20 minutos estaba de vuelta, llamando con los nudillos al cristal de la cocina.
–¿Tan mala era la cena en tu casa? –preguntó con una sonrisa el padre de Leo Caldas al verlo aparecer.
–No –respondió Pepe Ris–. Es Paula otra vez. Mi madre no la ha visto en toda la tarde.
–¿Quieres que te ayude a buscarla? –se ofreció Leo antes de que su amigo se lo pidiese.
Pepe Ris le dijo que sí.
–Si hoy tampoco está en casa cuando llegue mi padre, la va a matar.
Leo Caldas miró los platos con la cena, todavía intactos sobre la mesa, y después a su padre.
–¿Puedo?
–Claro –respondió el padre, y luego preguntó a Pepe Ris:
–¿Dónde crees que estará?
–Estará en cualquier lado –contestó el muchacho levantando los hombros–, jugando a ser mayor.
El padre de Leo vio partir a los chicos. Después de cenar, recogió la cocina y se sentó a leer en el porche. Seguía allí cuando su hijo regresó, a medianoche.
–¿La habéis encontrado?
Leo respondió que no con un gesto. Tomó una silla, se sentó junto a su padre y permaneció en silencio mirando aquel cielo limpio, distinto al de Vigo. Y se imaginó a Paula Ris desnortada en el monte, sin luces de ciudad que apagaran las estrellas.
Cuando a la mañana siguiente Leo Caldas se acercó a la casa de los Ris, la niña aún no había aparecido. Varios vecinos organizaban grupos de búsqueda mientras el padre de su amigo permanecía sentado en un banco, con la mirada perdida. La noche de insomnio había convertido su enojo en desasosiego.
Leo y Pepe Ris estuvieron entre los encargados de buscar en el monte, y otros se ocuparon del río. Todos regresaron sin noticias de la chica. Tampoco la había encontrado Evaristo el Cazador, que había recorrido las vías del tren por si Paula hubiese cometido una locura.
Durante los días siguientes se unió a la búsqueda un grupo mayor de voluntarios, y la Guardia Civil recorrió las orillas del río en lanchas neumáticas y rastreó el monte con perros adiestrados. No tuvieron éxito. Tampoco dieron fruto los carteles con la fotografía de la niña pegados en los postes y semáforos de las localidades cercanas. Nada.



Una mañana se detuvo ante la casa del padre de Leo Caldas un coche azul oscuro, sin identificación. Sus dos ocupantes no necesitaban anunciar que eran policías.
Uno de ellos esperó junto al coche mientras el otro, más bajo y con el cabello gris muy corto, intercambiaba unas palabras con el padre de Leo Caldas. Luego se dirigió al chico.
–¿Eres Leo?
Leo asintió.
–¿Cuántos años tienes?
–Catorce.
–¿Conoces bien a Paula Ris?
–Claro –dijo–, es la hermana de Pepe.
–¿Sabes dónde puede haber ido?
Leo Caldas le explicó que no sabía dónde podía estar, relató su último encuentro con ella y enumeró los diferentes lugares a los que en alguna ocasión habían acudido juntos.
Pese a lo que había supuesto, no le incomodaba hablar con aquel policía que no le apremiaba, sino que le proporcionaba el tiempo que necesitaba para contestar a cada pregunta.
–¿La notaste preocupada últimamente?
–No –aseguró Leo Caldas–. Pepe dice que en casa discutía todo el tiempo con su madre. Pero yo la veía contenta. Como siempre.
–¿Sabes por qué discutían?
–Pepe Ris dice que es porque Paula quería pintarse y esas cosas, y su madre no lo veía bien.
–¿Tenía novio?
–No lo sé –respondió Leo, y después de pensarlo añadió:
–Podría ser.
–¿Podría ser?
Leo Caldas le explicó que días atrás, en el río, había visto una marca en la pierna de Paula que ella había tratado de ocultar: la señal que dejaba en la piel la quemadura del tubo de escape de una motocicleta.
El policía de cabello gris se marchó con su compañero en el coche, aunque varias veces, durante los días que siguieron a la desaparición de Paula, Leo Caldas volvió a verlo dialogando con conocidos de la niña. A todos se dirigía de la misma manera amable que había empleado con él, en aquel tono que invitaba a los demás a hablar.
El dispositivo de búsqueda finalizó una semana después sin haber encontrado a la chica. Según contó Pepe Ris, la policía opinaba que su hermana se había marchado de casa por su voluntad, como tantos adolescentes cada año. Lejos de tranquilizarla, la sospecha de una huida había abatido a la madre, que dos semanas más tarde, martirizada por el remordimiento, aún no salía a la calle.
Los primeros días alguien comentó que habían visto a Paula Ris en un coche rojo camino de Vigo. Otros dijeron que el día de su marcha se aferraba desde atrás a un motorista, con la cabeza embutida en un casco. Quienes vivían más cerca del río recordaban un motor de lancha alejándose en plena noche.
Poco a poco se fueron callando las voces, y a mediados de agosto se hablaba más de la vendimia que de la huida de Paula Ris.



Manuel Trabazo era un médico amigo del padre de Caldas. Aprovechando que tenía el mismo ojo clínico para los enfermos que para los motores, había acudido desde Panxón para arreglar la bomba que habría de trasladar el mosto de la prensa a las cubas de fermentación.
El padre de Leo Caldas le enseñó las otras novedades: unas cubas grandes de acero compradas a precio de ganga que esperaba poder llenar dentro de tres vendimias, tan pronto como dieran vino las cepas injertadas durante el invierno anterior.
Cuando arreglaron la bomba, Trabazo, Leo y su padre montaron en el coche para ir a comer al Casqueiro. Para empezar pidieron anguila frita. Después, huevos de corral con patatas y un chorizo casero que les enrojeció las comisuras de los labios como sangre.
De vuelta a la finca, Leo les acompañó mientras paseaban entre las viñas. Cada pocos pasos, su padre apartaba algunas hojas amarilleadas por el sol para mostrar a su amigo un racimo de uvas casi en su punto de azúcar.
Luego, Trabazo y el padre de Caldas se sentaron en el porche, y Leo se acercó a la cocina. Descorchó una botella y la colocó en una bandeja con dos copas altas. Estaba sirviéndoles vino cuando Evaristo el Cazador se acercó con el coche haciendo sonar la bocina.
El padre de Leo Caldas se levantó y le salió al paso.
–¿Está con usted ese doctor? –preguntó Evaristo, sin apagar el motor, a través de la ventanilla abierta.
–Sí –dijo el padre de Leo, señalando a su amigo.
–La han encontrado –dijo escueto.
–¿La niña de Ris?
Evaristo el Cazador asintió:
–En un cañaveral junto al río, donde el remolino del Uruguayo.
–¿Han avisado a alguien?
–Solo a la Guardia Civil –contestó el cazador.
–Ahora mismo vamos –dijo el padre de Leo Caldas, y el cazador aceleró de forma brusca y se marchó dejándolo envuelto en una nube de polvo.
El padre de Leo y Trabazo se dirigieron al coche. El chico los acompañó.
–Es mejor que te quedes, Leo –sugirió el padre.
Leo Caldas abrió los brazos.
–Haz caso a tu padre, Calditas –insistió Trabazo.
–¿Pero sabéis llegar hasta allí?
Los dos hombres se miraron.
–Está bien –refunfuñó el padre, y Leo Caldas se dejó caer en el asiento de atrás y bajó el cristal apenas unos dedos para dejar entrar aire.



Un perro se había quedado ladrando entre las cañas. Su dueño, después de una espera más larga de lo razonable, se había adentrado a buscarlo. Allí se había tropezado con el cadáver de Paula Ris, sumergido en uno de los charcos del cañaveral.
Trabazo se descalzó, se remangó el pantalón por encima de las rodillas y se adentró entre las cañas siguiendo a Evaristo el Cazador. Regresaron al cabo de unos minutos pidiendo que no se tocase nada. Leo no vio el cuerpo de su amiga, pero oyó al médico comentar en voz baja a su padre que tenía la ropa mal puesta.
–¿Eso qué quiere decir? –preguntó el padre.
–Que la vistieron después de muerta.
–Vaya…
–Ya lo confirmará el forense.
Evaristo el Cazador comentó que las cañas no estaban aplastadas, por lo que la niña no había podido ser arrastrada hasta allí por la corriente. Alguien había cargado con el cuerpo sorteando la vegetación para depositarlo bajo dos palmos de agua, entre aquella masa de cañas lo bastante tupida como para mantener el cadáver oculto e impedir que se moviera.
Unas decenas de metros río arriba el agua no estaba remansada como en el cañaveral. La espuma delataba los remolinos en los que tendía sus redes Miguel el Uruguayo, frente a la pequeña caseta donde se guarecía de la lluvia y el frío en las noches de invierno. Nadie más que él pescaba allí. Pobre de quien se acercase con una red a aquel tramo del río.



Tres coches de la Guardia Civil, detenidos ante la casa de Miguel el Uruguayo, impedían acercarse a la gente. Leo vio a Pepe Ris al otro lado de la carretera. Aguardaba junto a su padre, sus tíos y muchos otros vecinos a que los agentes sacaran de la casa al Uruguayo. Cada poco tiempo surgía del silencio una salva de insultos cargada de rabia.
“Al Uruguayo siempre le gustaron las niñas”, oyó decir a alguien en voz baja, “no hay más que ver a su mujer”.
Leo Caldas quiso orinar antes de acercarse a su amigo y buscó refugio en la parte posterior de la casa. Creyó oír voces al otro lado y acercó un ojo a un resquicio entre dos de las piedras del muro. Dentro estaba aparcado el coche azul de los policías que Leo ya había visto en otra ocasión. Supuso que habría entrado por la cancela, como el tractor, antes de que la gente se arremolinase.
El policía de cabello gris que le había interrogado semanas atrás salió de la casa y se dirigió al coche seguido del Uruguayo. Su compañero sacó unas esposas, pero el del pelo gris hizo un gesto con la cabeza para indicarle que las guardara.
Antes de entrar en el coche, el detenido se volvió hacia la casa. Su mujer se asomó por la puerta. Apretaba a dos niños pequeños contra sus piernas.
Leo oyó murmurar al Uruguayo:
–No deje de buscar al culpable para que yo pueda ver a mis hijos de nuevo.
–Se lo prometo –respondió el del pelo gris.
Uno de los primos de Pepe Ris se acercó por detrás y sorprendió a Leo Caldas mirando por la grieta del muro.
–¿Está ahí? –le preguntó.
–No –mintió Leo Caldas.
Luego se marchó hacia su casa. De camino, unos gritos más exaltados le confirmaron que el coche azul de la policía había partido hacia Vigo con Miguel el Uruguayo en el asiento de atrás.



–Al final lo han cazado –comentó su padre a la hora de la cena.
–Él no fue.
–¿Cómo lo sabes, Leo?
–No fue –repitió, sin decirle que lo había visto en sus ojos desamparados, tan empañados como la copa de vino que su padre bebía. Tampoco le contó que había decidido ser policía y permitir a otros uruguayos ver a sus hijos otra vez.

La tristeza del verano

martes, 19 de junio de 2012


ROXY MUSIC. EL AMOR ES LA DROGA

La penúltima emisión oficial (habrá algunas más en julio, pero fuera ya de la programación regular de Radio Universidad) de Buscando leones en las nubes por esta temporada consiste en un programa monográfico dedicado a uno de mis grupos favoritos, Roxy Music, que celebra su aniversario en estos días. En julio de 1972, Roxy Music publicó su primer single, Virginia plain, y en ese mismo año vio la luz su primer álbum con un escueto Roxy Music en el título. Hace cuarenta años, pues, que la música de los británicos acompaña y marca con sus canciones a una generación. Me recuerdo en mis días de Facultad escuchando en la radio a Diego Manrique, Adrián Vogel, Carlos Tena, Rafael Abitbol o Ramón Trecet (grandes clásicos, todos ellos, de la crítica musical española) comentar las noticias sobre la aparición de cada nuevo disco del grupo. Tengo ahora, tantos años después, plena conciencia del hecho de que uno de los primeros elepés (de vinilo, claro está) comprados con mi primer sueldo -recién estrenado como profesor- fue Fresh and Blood, a mi juicio el mejor disco de Roxy Music, con un puñado de canciones memorables que aún siguen resonando en mí con la emoción y la intensidad de aquellos días. Viene a mi memoria también un magnífico concierto de la banda, creo que en 1981 o 1982, probablemente en Getafe o Leganés, en un deplorable campo de fútbol envuelto en nubes de polvo, acompañado de mi amigo Eladio (¿dónde estarás Eladito?) tras un entrañable viaje por Portugal en un flamante R5 que un año después me llevaría a Atenas en otro verano inolvidable. En fin, de nuevo la nostalgia derivada del paso del tiempo que comparece en Buscando leones en las nubes...

Algunas de las piezas del grupo, pese a su muy vívida presencia en mi memoria, pueden, sin embargo, haber perdido vigencia, no deciros nada a los oyentes actuales. Y aun así, las doce que aparecerán en la emisión de hoy son magníficas y estoy seguro de que os interesarán y las disfrutaréis, aunque quizá no tanto, claro está, como me ocurre a mí, para quien todas ellas están, como os digo, tan llenas de evocaciones y recuerdos. Love is the drug, More than this, Same old scene, Ain’t that so, Running wild, The main thing, Avalon, Both ends burning, My only love, Take a chance with me, Manifesto y In the midnight hour (una gran versión del clásico de Wilson Pickett) son las canciones que suenan el programa y son, sin duda, mis preferidas de entre las muchas espléndidas de la banda británica.

Para dar cuenta de la historia del grupo, de su discografía y de la influencia decisiva que Roxy Music ha tenido en el universo de la música y en general de la cultura pop os dejo un largo e interesante vídeo (en inglés) que con el título More than this. The story of Roxy Music ofreció la BBC, con su pulcritud habitual, en 2008. A lo largo de una hora de duración el documental narra la trayectoria de Roxy Music, con entrevistas a los miembros del grupo Bryan Ferry, Andy Mackay, Phil Manzanera, Paul Thompson, Brian Eno o Eddie Jobson. Además, Bono (U2), John Taylor (Duran Duran), Alison Goldfrapp, Martin Ware (Heaven 17), Steve Jones (Sex Pistols) y Siouxsie Sioux aportan su testimonio sobre la banda.

Con idéntica intención divulgativa, aunque desde una perspectiva más ligera, casi frívola, os transcribo aquí, como cierre de esta entrada, dos reportajes, ambos en El País, que tienen como centro a dos de los líderes de Roxy Music. En primer lugar, un artículo de Diego A. Manrique, el pasado 4 de febrero, sobre algunas de las más destacadas peripecias amorosas de Bryan Ferry, cantante y principal inspiración del grupo (y cuya carrera en solitario tendrá, sin duda, un programa monográfico en próximas temporadas de Buscando leones en las nubes). Tras él, una curiosa entrevista de Daniel Verdú a Phil Manzanera, guitarrista de la banda.

Para conformar la vertiente literaria del programa he desechado la idea de presentaros también las letras de Roxy Music, primero porque no me interesan demasiado -lo que siempre he apreciado es su música-, y además porque a estas alturas del curso académico no me sobra el tiempo para su traducción. De modo que como complemento a las fulgurantes canciones del grupo os ofrezco algunos pensamientos debidos a grandes figuras de la música popular y que he entresacado de un librito, sin demasiadas pretensiones pero muy interesante para los aficionados, titulado Aforismos, dichos y refranes del rock, publicado por la editorial Hiperión. En él, su autor, el muy asiduo invitado de Buscando leones en las nubes Alberto Manzano, recoge centenares de reflexiones escritas por grandes mitos de la música rock y pop. Bob Dylan, Jim Morrison, Tom Waits, Tony Joe White, Suzane Vega, Townes Van Zandt, Bruce Cockburn, Rick Ocasek, Sade, Jane Siberry, Jeff Buckley y el inevitable Bryan Ferry son los autores de los brevísimos pero interesantes textos, extraídos casi siempre de algunas de sus propias canciones.



La nueva sirena de Bryan Ferry

El ex cantante de Roxy Music, con 66 años, se casa con una treintañera, antigua novia de su hijo, en una remota isla del Caribe

Lo último que Bryan Ferry (1946) necesita son más controversias, polémicas, escándalos. Así que ha sido hábil a la hora de casarse con alguien a quien dobla en edad. Primero, retiró a la novia, Amanda Sheppard, de su puesto en una empresa de relaciones publicas. El 4 de enero se celebró la ceremonia en una remota isla británica, junto al Caribe. Finalmente, se anunció el hecho consumado.
Es la segunda boda para el fundador de Roxy Music, pero ahora el morbo radicaba en que la nueva Mrs. Ferry fue acompañante fugaz de su hijo, Isaac, allá por 2005. El asunto se trató en una reunión familiar y no hubo objeciones. Los hijos de Bryan lamentaban que su progenitor fuera rodando de novia en novia tras romper con su madre, Lucy Helmore. Ya fue bastante duro el divorcio, motivado por un desliz de Lucy; salieron a relucir temporadas de enganche del cantante al alcohol y la coca. El acuerdo final dejó un apreciable vacío en la cuenta corriente del vocalista: Lucy consiguió 10 millones de libras.
Los cuatro chicos Ferry hacen piña con el padre. Los pequeños, Merlín y Tara, son músicos y tocaron en Olympia, último álbum paterno. Los mayores, Otis e Isaac, se implicaron a fondo en las campañas de la Countryside Alliance, asociación de campesinos y latifundistas que combatía la prohibición de la caza del zorro, que creían motivada por obscuros resentimientos sociales. Isaac fue expulsado temporalmente de Eton por mandar correos amenazadores y Otis, amante de las protestas ruidosas, fue detenido en varias ocasiones, pasando finalmente cuatro meses y medio en la cárcel.
Aun sabiendo que era políticamente incorrecto, Bryan apoyó a sus dos hijos revoltosos. Cualquier simpatía residual que le quedaba por el laborismo se desvaneció con la condena a Otis; al poco, declaró su respaldo a los tories y, especialmente, a David Cameron. El pasado año remachó su deriva conservadora al actuar en un mitin de Letizia Moratti, la candidata (fracasada) de Berlusconi para la alcaldía de Milán.
En Inglaterra, Bryan Ferry es el prototipo del desclasado. Hijo de un granjero que criaba ponis para las minas de carbón, está integrado plenamente en la alta sociedad londinense. Así que muchos se la guardan. Las broncas de Otis le costaron muchas simpatías y hubo un encarnizamiento al reproducirse un fragmento de una entrevista con un periódico alemán, donde Ferry declaraba su admiración por la iconografía nazi, tal como se presentaba en las películas de Leni Riefenstahl. Un arte en absoluto inocente, según Susan Sontag, pero estéticamente defendible. El vocalista debió emitir un comunicado negando cualquier sintonía ideológica con el nacioalsocialismo. El asunto le costó un contrato con la cadena Marks and Spencer.
Pero Bryan Ferry también despierta afectos. Y no solo entre los que asisten a fiestas en su exquisita mansión de Londres, residencia que incluye un estudio ultraprofesional en el sótano. Después de todo, fue propiciador involuntario de una de las más famosas uniones del rock. Entre 1975 y 1977, Ferry desarrolló una relación intensa con Jerry Hall, la belleza tejana que aparecía en la portada de Siren, el quinto elepé de Roxy Music, y en varios de sus vídeos.
Bryan tenía un historial de seducir a las cover girls de sus discos pero esta vez aseguraba ir en serio. Se empeñó en culturizarla, haciéndola listas de libros de lectura obligada. Jerry también pasó por un cursillo acelerado de etiqueta británica para transformarse en una lady. ¡Terminantemente prohibido que bebiera tequila!
Hasta que surgió el depredador: Mick Jagger. Fue una jugada maestra: invitó a la pareja a un concierto de los Stones en Londres. En la fiesta posterior, Jagger flirteó abiertamente con Jerry, ante el desconcierto de Ferry y las risitas de los que conocían esas tácticas. Unos meses después, aprovechando una ausencia de Bryan, Mick y Jerry intimaban tras una cena convocada por el fotógrafo Francesco Scavullo. El tándem generó cuatro hijos y duró veintidós años.
A los ojos del mundo, Bryan Ferry fue visto como el damnificado. En verdad, no se portó muy elegantemente: se quedó con las posesiones que Jerry dejó en su casa, incluyendo la ropa. Y se presentó como la víctima en varias canciones de su posterior disco en solitario, The bride stripped bare. Muchos años después, todavía respondía con canciones a los comentarios de Hall en su libro autobiográfico, Tall tales. El argumento de ella: tampoco Bryan era fiel durante sus giras.
Los detractores de Jagger insisten en que considera las mujeres poco más que como trofeos para colgar en las paredes. Por el contrario, Ferry pertenece al modelo romántico. Sufre. Sufre mucho y públicamente. Ahora se permite sonreír.


La vida real se impuso al éxito de Roxy Music

Solo sabremos por qué han vuelto realmente cuando suban al escenario. Hasta ese momento les acompañará esa sospecha que viaja con las viejas glorias que salen de gira. Pero da igual. Más allá de ese dilema entre la pasión y la recaudación, Roxy Music se ha ganado después de 40 años y continuas entradas y salidas del estudio ser cabeza de cartel del Sónar (actúan en Barcelona este sábado), el festival de música electrónica y "avanzada" más importante de Europa, gracias a un sonido del que son grandes deudores algunos de sus compañeros de programa como LCD Soundsystem o Hot Chip. De aquella formación original, la ausencia más destacada es la de Brian Eno. Pero estarán Bryan Ferry, Andy Mackay y Phil Manzanera (Londres, 1951), el virtuoso guitarrista y productor que atendió hace unos días a EL PAÍS desde su casa en Londres.

Pregunta. ¿Por qué vuelven?
Respuesta. Cada semana entro en un local y está sonando un tema de Roxy, casi siempre son singles, solo tres o cuatro canciones. Pero hemos grabado 80. Así que pensamos que o salíamos a tocar esas canciones que no suenan, o nunca volverían a sonar.
P. ¿Y qué pasa con ese disco que empezaron a grabar?
R. Está terminado. Pero tendremos que revisarlo. Somos una banda disfuncional. No tenemos plan.
P. Esta gira calienta motores para su 40º aniversario...
R. Vamos a ver si queda motor para calentar [se ríe]. Si estamos a gusto, nadie nos puede decir lo que tenemos que hacer.
P. ¿Qué relación tiene con Bryan Ferry a estas alturas?
R. Vivimos a 10 minutos en el campo. Pasamos el día de Navidad juntos y de vez en cuando quedamos para tomar una copa en el pub.
P. ¿Por qué se marchó Brian Eno de la banda?
R. Él no es una persona que quiera estar en un conjunto. No quiere hacer dos veces lo mismo, y lo ha mantenido toda la carrera. No le gusta tocar en directo.
P. ¿Se llevaba mal con Ferry?
R. En su momento no estaba contento. Pero eso se ha resuelto y han vuelto a trabajar juntos. A lo mejor era un poco lucha de egos. Cuando eres joven hay una carrera para ir hacia delante. Pero con madurez, uno entiende las cosas.
P. ¿Se le quedó alguna espina clavada de la época? R. Nunca tuvimos un exitazo en EE UU. Nos faltaron dos años. Él se casó, empezamos a tener niños, y la vida real se impuso. Así somos. P. Colabora a menudo con Robert Wyatt, otro grande...
R. Sí. Y está a punto de sacar un disco divino. Es un álbum de cuerdas, con un saxo... Es algo muy distinto a lo que ha hecho. Es lo más bello del mundo.
P. También produce a muchas bandas. ¿Cómo se metió con Héroes del Silencio?
R. Un conocido me llevó a ver un concierto suyo. Miré al público y a ellos y dije: 'Hay una resonancia, suenan bien y fuerte'. Pero escuché el disco y no era lo mismo. Así que mi trabajo fue capturar lo que hacían en directo, pero en el estudio. Utilizamos equipo viejo y tocaron en directo. Me llevé a un ingeniero inglés que grabó a Police y conseguimos capturar su sonido. Me encantó. A partir de entonces empecé con otros españoles.
P. ¿Como Mónica Naranjo?
R. Sí. Vino a Londres. Oí su voz y me pareció un instrumento increíble.
P. ¿Y qué tal fue con Antonio Vega?
R. Estaba todo el tiempo colgado. La discográfica me dijo que grabara todo lo que hiciera porque no sabían cuánto duraría. Me quedé alucinado. Estaba despierto como una hora al día en el estudio. Un día entró mientras sonaba un tema y me preguntó qué era. Le dije que era su canción, pero él no recordaba haberla escrito. Tratamos de ayudarle, pero no tuvimos muchos resultados. Era una persona con tanto talento...
P. En 2004 pidió la mano a su mujer en el transcurso de un concierto de Quimi Portet en Barcelona. ¿Piensa repetir algo así en Sónar?
R. Quimi es tan divertido... es como un hermano, aunque no entiendo nada de lo que canta en catalán. Ella no sabía nada, Quimi paró el show y yo le pedí a Claire si quería casarse conmigo. Suerte que no dijo que no.

Roxy Music. El amor es la droga

martes, 12 de junio de 2012


ZAFARSE DEL TIEMPO POR UN INSTANTE

Buscando leones en las nubes retoma esta semana el formato más variado de entre las distintas propuestas en las que nos desenvolvemos habitualmente. Podréis escuchar, pues, una edición miscelánea del programa, con músicas de diferentes estilos, aunque caracterizadas por el tono íntimo que es, quizá, nuestra principal seña de identidad. Canciones interpretadas por M. Ward, China Moses, Ben Harper, Lana del Rey (de la que llevamos semanas ofreciendo su último y brillante disco y a la que no me resisto a volver a mostrar en vídeo), Catherine Russell, Marisa Monte, Ed Harcourt, Gianna Nannini, Emmylou Harris, Frazey Ford, Amadou & Mariam, Norah Jones e Imelda May.

Los acogedores temas musicales se complementan con textos también diversos, escritos por Anne-Marie Mac Donald, Adolfo García Ortega, William Maswell, James Salter, Rogelio Echevarría, Kiran Desai, Orham Pamuk, John Williams, John Banville, Sándor Márai, Henry Wotton, Andrew Sean Greer y Natsume Soseki, que dentro de su heterogeneidad se mueven, no obstante, en torno a distintas variaciones del fenómeno amoroso: la muerte del deseo; la ausencia del ser amado; la vida sin amor; los deleites y también las desgracias a los que nos transportan las aventuras de la seducción; las diferencias entre hombres y mujeres en sus modos de vivir la atracción; el ansia, la insatisfacción, la espera, todas esas emociones, no siempre terribles, asociadas al deseo y al erotismo; la evocación melancólica del rostro, de los labios, de las manos del amado; el encantador descubrimiento de los cuerpos; el sabor, el olor, el tacto, la mirada de los amantes; el loco y arrebatador torbellino de la pasión; el radical sinsentido de una existencia carente de sentimiento amoroso; la entrega ciega, las ataduras, los celos y el sufrimiento a los que a menudo nos aboca la dependencia sentimental. Y, sobre todo, la incomparable felicidad de un amor que nos permite zafarnos del tiempo por un instante, en frase de Andrew Sean Greer, uno de nuestros invitados de hoy. La maravilla de un amor que resplandece también en los cuerpos pintados por José de Togores en su Desnudos en la playa.


Zafarse del tiempo por un instante

martes, 5 de junio de 2012


LA GLORIA DE MI VIDA

Esta semana Buscando leones en las nubes os ofrece la segunda entrega de la corta serie de programas dedicados a la poesía de Manuel Vilas, el más que interesante poeta de Barbastro -y doy el dato porque tiene relevancia y ayuda a comprender algunas referencias de sus versos. Los poemas leídos en la emisión de ayer noche pertenecen, como los de hace siete días, al libro Amor. Poesía reunida (1988-2010) que publicó hace un par de años la editorial Visor. La crudeza, lo descarnado, el lenguaje áspero, la ironía brutal, la desnudez emocional, la sinceridad abrupta y a veces sangrante de la poesía de Vilas, y tantos otros de sus rasgos estilísticos más destacados, son analizados por Lorenzo Oliván en un artículo publicado el 24 de enero de este 2012 en La Estafeta del Viento, la revista de poesía de la Casa de América. Con el título de Universo Manuel Vilas, os lo ofrezco íntegro al final de esta entrada.

La banda sonora del programa, elegida conforme a los parámetros acostumbrados en Buscando leones en las nubes de tranquilidad y recogimiento, de sosiego e introspección, no concuerda demasiado con el mundo de Vilas, más hosco y agresivo, menos complaciente, más radical. Espero que el contraste entre el realismo a menudo tosco de los poemas y la delicadeza de las canciones de Lana del Rey (esplendorosa y sosísima, algo cursi y fascinante en el vídeo de Without you), The Waterboys, Sia, Patricia Barber, Fionn Regan, Joe Grushecky, Richard Hawley y Natalie Merchant pueda, no obstante, interesaros y disfrutéis de una muy atractiva hora de radio. Espero también que la somera muestra de la poesía de Vilas que os ofrezco en estos dos programas pueda despertar en vosotros el deseo de conocer el resto de su obra. 



Universo Manuel Vilas

Manuel Vilas ha convertido en firma de la casa lo de titular sus libros con un solo sustantivo, casi siempre un sustantivo tajante, que por ello adquiere resonancias de cierta provocación. Empezó a tantear su terreno con El cielo. Ahí aún se permitió el exceso, el barroquismo, el arabesco, el lujo, el alarde de un artículo, y ahí ya nos abrió las puertas de su paraíso particular. Con Zeta, firmó a fuego su invento haciendo el gesto del zorro, pero a lo perro lobo que le aullaba a la vida. Y a partir de entonces ha tendido a marcar sus libros con el hierro de su ganadería: Magia, Resurrección, Calor, España... La mayoría de los escritores titulan libros. Manuel Vilas en cambio, tiende a ponerles nombre, como si en vez de hacer literatura hiciese hijos a los que hay que bautizar e inscribir en el padrón. Y como el nombre imprime carácter, él imprime carácter a sus criaturas hasta en el acto básico de cómo llamarlas.

Pero estoy convencido de que si se ha atrevido a agrupar su poesía reunida bajo el término de Amor es única y exclusivamente porque sabe que a estas alturas el universo Vilas está bien definido y sabe que sus lectores en ningún momento van a asociar esa palabra con nada que tenga que ver con el sentimentalismo fácil ni con ningún almíbar emocional cursi, relamido y ñoño. Los tres libros claves que se agrupan aquí, El cielo, Resurrección y Calor, han dibujado un espacio tan nítido de “nueva sentimentalidad” (nada que ver con la de la escuela granadina) que el poeta es consciente de hasta qué punto ha reformulado y refundado esa vieja y manoseada palabra de la tribu.

La poda que ha realizado de su etapa anterior a El cielo ha sido drástica, extrema. Vilas le ha pegado un corte sin compasión a su poesía primera, como si el tajo se lo hubiese dado un tipo escapado de una película de su amado Tarantino: sin compasión y sin frases plañideras de por medio. Diez años de poesía, del 88 al 98, que sumarían al menos tantas páginas como las del presente volumen, han quedado reducidos a 19 poemas. Ni siquiera el autor se toma la molestia en el prólogo de recordarnos los títulos de aquellos libros: El osario de los tristes, El rumor de las llamas, El mal gobierno o Las arenas de Libia. El modelo que sigue es el de Luis Cernuda, que agrupó sus primeras creaciones poéticas con la expresión “Primeras poesías”. Las primeras poesías del sevillano se tornan “primeros poemas”. Pero la principal diferencia está en que Cernuda rescató incluso más (23 poemas en concreto) de entre muchísimos menos.

Manuel Vilas, a partir del 98, siente que se ha autopracticado un trasplante de cara y corazón (quien crea que exagero que mire la cara del poeta con bigote incipiente cuasicernudiano, trajeado, con corbata, que aparece en la contracubierta de El rumor de las llamas, de 1990). Por eso, con la poesía de su prehistoria literaria resulta lógico que no le sirva un simple lifting, sino una gran quema, una santísima quema de todo aquello en lo que no se reconoce. Él explica todo esto mucho mejor que yo: “A mí me costó mucho aprender quién quería ser literariamente. Comencé a escribir en Vilas en 1998. Tenía unos treinta y cinco años...cuando supe que iba a escribir la poesía que mi vida estaba creando, y no la poesía que crearon otras vidas que no eran la mía”.

En algunos pasajes de esta poesía reunida nos da pistas de quién era antes de 1998. En “Rosarios y navajas” recuerda aquellos años viajando por Aragón con la mirada de Iván el Terrible. Y en “Brandeso-Estación” nos habla de un paisaje que está, cito al poeta, lleno de “inspiraciones luctuosas, / como yo lo estuve hace diez años”. El primer Vilas era un poeta de perfil más hosco, más inclinado a la elegía que a la celebración, un rebelde romántico enfrentado con el mundo, con un lenguaje más pretendidamente poético. Alguien que sigue modelos y que lo hace ya con armónicos y acentos sólo suyos, pero que no ha roto del todo los moldes. Cuando el poeta crea su molde único y escribe ya cien por cien, no en Cernuda ni en Gil de Biedma ni en nadie, sino en Vilas y sólo en Vilas, como él nos dice de forma tan lograda, es sin duda a partir de El cielo. Se da cuenta entonces de que había puesto el foco en el sitio equivocado, en las palabras y no en la vida. Se da cuenta entonces de que está harto de la poesía palabrera, con más ropaje que cuerpo y nervio vivo.

Octavio Paz se quejaba de que la tradición poética española, en la época de las vanguardias, no se había abierto a la realidad con el empuje radical, arrasador de todo corsé y de todo límite, que sí se había dado en otras tradiciones, en la americana a partir de Whitman o en la inglesa a partir de Eliot. “Way out” se impone como un poema crucial, con título además muy significativo, para entender la nueva poesía vilasiana, y enlaza con las palabras que cité antes, del prólogo: “me parecía que nada de lo que... me estaba pasando tenía que ver con Machado, Lorca, y todos esos, o tal vez sí, pero yo no lo sabía, tal vez con Whitman, sí, quizá ése”.

Esta poesía se ha abierto a la realidad y ha ensanchado los límites de lo poético como muy pocas en la tradición española. Hay que reconocer eso sin titubeos y con toda la contundencia e insistencia que haga falta. De hecho creo que estamos ante una voz poética que, como nos advierte en “Michaud” debe más, dentro de nuestra literatura, a la lección de El Lazarillo y La Celestina (y, aunque ahí no lo menciona, habría que añadir El Quijote) que a Machado, Lorca y nuestros demás poetas. Manuel Vilas habita en el mismo desierto moral que Lázaro, descree de las instituciones de forma tan radical como él (“todas las instituciones de la tierra son una enervante mentira”, nos advierte), la escuela de la vida la enseñado a pensar sobre todo en el cuerpo y en lo que éste demanda, y seguro que entiende a la perfección que en un país como el nuestro, tan propenso a todo tipo de tiranías y a los excesos del poder, el autor de El Lazarillo se viese obligado a ocultarse en la sombra. Cuando Vilas lee la poesía de un Pedro Salinas, por ejemplo, apuesto a que conecta, al menos en cierto modo, con lo mismo que pensaba Sempronio sobre las ensoñaciones idealizantes de su amo Calixto, como demuestra cuando dice que “debajo del vestido / está lo que a Pedro Salinas tanto entusiasmara / y no supo muy bien cómo llamar / sino usando lo de siempre: las metáforas”.

Otros poetas van a la caza y captura de detalles sorprendentes que se ocultan bajo el lado aparencial de las cosas. Manuel Vilas prefiere, en cambio, hacer entrar en sus versos, por la puerta grande, los detalles de la vida a los que en general no se les había dejado entrar: un mechero Bic, un Mazda 6, un helado “Mágnum” de chocolate blanco o unos pantalones de pata de elefante. Pero además deja entrar al lenguaje en su más amplia gama de registros, desde el insulto contundente típicamente hispánico al tecnicismo último y, por si esto fuera poco, como al desgaire y con toda naturalidad, se vuelve condescendiente y se pone metafórico a su estilo, como cuando nos habla de que el tejado de su casa era un acordeón de ceniza, o de que un labio era una hélice de sangre o de que “la luz era una alemana negra, harta de joder con tantos hombres”.

Durante los últimos años en la poesía española ha habido una tendencia a ponerse hímnico, e incluso a ponerse místico. En 0 descubrirán a alguien que ensalza a la vida, a la santísima vida, en su más radical variedad, en lo bajo y en lo alto (en lo que se creía que era bajo pero en realidad es altísimo), sin calzar el coturno, sin poner los ojos en blanco, sin poéticas anacrónicas de corta y pega. “Como todo se ha muerto, sólo nos queda lo que siempre estuvo allí desde el principio: el cuerpo. Nos dedicamos a darle placer al cuerpo. Somos helénicos, griegos, mediterráneos. Platón ha vuelto”, nos dice el poeta. Pero no nos engañemos, el himno sostenido a pesar de los pesares se entona sin perder la perspectiva del sistema en que vivimos, adoptando sobre todo el punto de vista de una clase media muy quemada que se sabe perteneciente a un linaje de esclavos, y la voz que lo entona oscila entre la exaltación y la soledad, entre el vitalismo y la neurosis.

Releo poemas como “Las manos de las cajeras”, “Flores”, “La lluvia”, “El comulgatorio” y tantos, tantos otros, y no recuerdo poemas de crítica social tan personales, tan potentes, tan originales. Releo “El crematorio” y pienso que Jorge Manrique se debería levantar de allá donde estén sus restos para darle un beso en la frente a Manuel Vilas por haber tratado la muerte del padre con una belleza tan de hoy y tan de siempre. Releo el poema inédito que da título a este volumen o recuerdo aquello del cadáver de Cela servido con su guarnición de ministros o aquello otro de “los aragoneses pintados con los brazos en jarras. Y los brazos en jarras como una forma de pensamiento” y sé que me sonrío como Manuel Vilas quiere que me sonría. Y soy feliz.

Esta poesía me recuerda a una gran Y. En su afán de abrazarlo y fundirlo todo, abunda en ebrias enumeraciones repletas de nexos copulativos. Lo copulativo, en el más amplio sentido de la palabra, en todas sus formas y en todas sus posibles combinaciones, resulta muy importante en ella. Por otra parte la Y es la letra del abecedario que más se parece a una copa, y cuántas copas de ginebra, cerveza, vino blanco, etc. corren por estos versos. Pero también tiene algo abstracto de guitarra eléctrica, y cuánto debe al pop y al rock este territorio poético tan inconfundible. La Y, además, ensalza en parte a una V, la V de la santa, de la santísima vida, derritiéndose de puro calor, de pura energía elevada a la enésima potencia.

Manuel Vilas habita, por tanto, en una Y, pero tiene tanta marcha que se ha pasado un pueblo y se ha instalado en Z, en Zaragoza. Le ha pisado a fondo y ha quemado todo el abecedario. Y es que, como comprobará todo aquel que viaje con él por estas poesías reunidas, está que se sale. Sí, verdaderamente, está que se sale, hermanos.

La gloria de mi vida